Accedemos por una carretera serpenteante hasta la recóndita localidad de Betancuria, en el interior de la isla de Fuerteventura. Cuesta imaginar que aquí se estableciera la primera capital isleña tras la conquista española, pero este lugar, casi secreto, nos recuerda que durante siglos los habitantes de la isla —aborígenes o colonos europeos— tuvieron que hacer frente tanto a disputas internas como a la piratería menos hollywoodiense y más destructiva. De hecho, la lejanía de la costa no impidió que, en 1593, una incursión berberisca arrasara el enclave por completo. Hoy Betancuria parece existir para el disfrute —aparente y calculado— de los turistas, gracias a su centro histórico impecable y petrificado en el tiempo.
Llegamos tan temprano que no encontramos a casi nadie por las calles. Nos dirigimos enseguida al Museo Arqueológico, un edificio nuevo, moderno y funcional, situado en una ladera frente al casco histórico. Acaban de abrir. Nos preguntan de dónde venimos y nos recuerdan que la entrada es gratuita.
En la planta baja descubrimos la exposición permanente bajo un lema elocuente: «Donde renacen los aborígenes». Esta institución, inaugurada hace pocos años, reúne objetos y vestigios anteriores a la colonización española. La arqueología en las Islas Canarias tiene características únicas, muy distintas —es obvio— de cualquier otra parte del mundo, especialmente de la arqueología peninsular. Aquí vivieron etnias aborígenes (llamadas genéricamente guanches) que, en Lanzarote y Fuerteventura —las islas más cercanas al continente africano—, recibían el nombre de “majos” o “mahos” (origen del gentilicio majorero). Estas poblaciones sobrevivieron en una especie de prehistoria hasta la llegada de los europeos, cuando desaparecieron de manera más o menos “misteriosa” (la ironía se entiende).
El museo, con una clara vocación pedagógica, plantea preguntas que la arqueología y la historia aún no han podido responder con certeza. ¿De dónde vinieron estas poblaciones? Se barajan varias teorías: que emigraran desde el norte de África o, incluso, una más sorprendente, según la cual los romanos las habrían expulsado del continente y traído hasta aquí. Lo cierto es que se han hallado objetos romanos en la isla de Lobos, junto a la costa norte de Fuerteventura, donde, al parecer, se practicó alguna actividad minera. En el museo pueden verse fragmentos de esas vasijas romanas. También se abren interrogantes sobre si los aborígenes conocían la escritura: existen signos grabados en paredes que podrían formar un sistema rudimentario de signos. Poco se sabe igualmente de sus creencias, aunque aquí puede admirarse el célebre ídolo antropomorfo hallado en la Cueva de los Ídolos (La Oliva), una figurilla que, pese a su tamaño mínimo y a los escasos trazos con los que representa lo humano, resulta fascinante.
En la planta superior nos sorprenden dos dispositivos de realidad virtual. Al colocárnoslos, comienza una proyección inmersiva en la que asistimos a un ritual funerario dentro de una cueva aborigen. El museo dedica también un espacio a quienes excavaron e investigaron en la isla: desde Ramón F. Castañeyra, autor en 1883 de la primera publicación sobre la arqueología de Fuerteventura, hasta los arqueólogos más recientes, todos tienen aquí un lugar de reconocimiento. Desde las salas superiores se disfruta, además, de unas excelentes vistas sobre la población.
Al salir, el panorama ha cambiado por completo: la localidad se ha llenado de turistas. Varios autocares se han estacionado en la entrada y un enjambre multicolor de idiomas y vestimentas invade cada rincón, como los berberiscos del siglo XVI, aunque ahora con fines pacíficos. Para nosotros ha llegado la hora de escapar de Betancuria.