Un viaje al rededor de los museos

Museos pequeños, museos con encanto, museos poco conocidos, museos y/o fundaciones de mis artistas o arquitectos favoritos, museos que he tenido el gusto de visitar y que, por diferentes razones, merecerían volver a ser visitados.

Todos los textos y fotos de este blog son autoría y propiedad de Agustín Calvo Galán. Si quieres citarlos o usar las fotos, puedes hacerlo; pero, por favor, indica la procedencia y la autoría. Gracias.

jueves, 7 de noviembre de 2019

Museo Nacional de Antropología (Ciudad de México)

Dejamos atrás el imponente Paseo de la Reforma y nos adentramos en el Bosque de Chapultepec. Este bosque, cuyo nombre hace referencia a los pequeños saltamontes o, como los llaman en México, chapulines (palabra procedente del náhuatel) es, en realidad, un inmenso pulmón verde, en medio de la mastodóntica Ciudad de México, donde podemos encontrar, además de lagos y zonas arboladas, un zoológico y un parque de atracciones, también un castillo o palacio que fue la residencia de los malogrados Maximiliano de Habsburgo y Carlota de Bélgica cuando pretendían ser los emperadores de México. Nosotros vamos directamente al Museo Nacional de Antropología.
En la explanada, frente a la fachada del Museo, una gran bandera mexicana nos da la bienvenida. Hoy es domingo y, al parecer, los mexicanos pueden entrar gratis en los museos públicos. Compramos nuestras entradas y accedemos al interior en medio de una algarabía de familias mexicanas. El edificio que alberga el Museo se distribuye en torno a un imponente patio central desde el que se puede ir entrando a las diferentes secciones. Aquí enseguida llama nuestra atención una gran columna rodeada por una cascada de agua: un prodigio de la ingeniera ya que sostiene una inmensa plataforma, como un gran paraguas, que forma un techo cuyo único apoyo es la columna misma rodeada por agua. Vemos como algunos jóvenes se acercan al pilar y atraviesan la cascada, juegan con el agua, pero enseguida llega un vigilante dando pitidos y haciendo señales para que salgan de la zona. Esta columna representa el árbol mitológico que unía con sus partes, raíces, tronco y copa, el inframundo, la tierra y el cielo en las antiguas creencias prehispánicas de las culturas mesoamericanas. Y es que este Museo se creó, precisamente, en los años sesenta del pasado siglo no solo para reunir las colecciones de arte y cultura prehispánica dispersos en diferentes edificios y museos públicos de México, sino también como gran escaparate cultural para mayor orgullo y cohesión de la nación mexicana, por lo que era imprescindible que el continente fuera igual de impresionante que el contenido. El arquitecto mexicano Pedro Ramírez Vázquez, junto a un equipo de proyectistas, museógrafos e investigadores especializados, fue el encargado de esta magna obra.
A menudo se generaliza y se reducen las culturas mesoamericanas prehispánicas a la maya y la mexica o azteca, pero en realidad una gran cantidad de pueblos convivieron, con diferentes idiomas, religiones y culturas, y en diferentes momentos, aunque con un trasfondo común, en esta región llamada Mesoamérica, que está formada hoy por México y algunos países de la América Central como Belice, Guatemala, Honduras y El Salvador.
El Museo propone, en su planta baja, un recorrido espacial por los ámbitos geográficos en los que se dieron estas culturas. Así, nos dirigimos primero a las salas dedicadas al Altiplano Central mexicano, donde se desarrolló, por ejemplo, la gran cultura de Teotihuacán y, posteriormente, las culturas tolteca y mexica. Vamos viendo, sala tras sala, una innumerable cantidad de obras excepcionales: cerámicas, esculturas, máscaras, ajuares, maquetas de edificios, hasta llegar a una gran sala central dedicada a los mexicas. Aquí sobresale el objeto más conocido del México prehispánico: llamado popularmente como piedra del sol o calendario azteca. Pero resulta que no era un calendario sino una gran piedra circular para sacrificios, aunque se representaron en ella algunos signos del calendario azteca. Destaca en un círculo central el rostro de un dios del inframundo que hace su aparición con un corazón en cada mano y cuya lengua se ha convertido en un cuchillo. Frente al gran disco, como si estuviéramos ante la Mona Lisa en el Louvre, todos los visitantes quieren hacer o hacerse una foto, así que la tenemos que admirar a cierta distancia; por suerte la piedra es grande (no como la Mona Lisa) y la cara del dios nos aterrorizada casi tanto como, imaginamos, a los que iba a ser sacrificados sobre ella. A continuación pasamos a las salas dedicadas a las culturas de la costa del golfo de México y a los famosos mayas. Aquí llaman nuestra atención un par de cabezas colosales esculpidas en piedra de la cultura olmeca y las grandes lápidas procedentes de yacimientos mayas, de una complejidad iconográfica y simbólica sobresaliente, como todo lo que caracteriza a este pueblo cuya cultura ha sobrevivido de alguna manera, pues en la península del Yucatán la población indígena aún habla la lengua maya.
En las salas de la planta superior nos encontramos una parte dedicada a la etnografía del México actual. De esta manera, el Museo quiere mostrar una cierta continuidad entre aquellas culturas antiguas y la pervivencia de los pueblos indígenas en nuestros días. Aquí ya no hay grandes esculturas, sino fotografías de hombres y mujeres practicando ritos sincréticos o festividades coloridas, también representaciones con maniquíes de vestimentas tradicionales, reproducciones de hábitats, canoas, piezas de cerámica, etc. Pero una multitud de personas se arremolina y tapona salas y pasillo: se hace cada vez más difícil avanzar. Además, los vigilantes andan nerviosos de un lado para otro advirtiendo a grito pelado que no se puede tocar nada. Cuando volvemos a salir al patio central vemos la riada de gente que sigue entrando en el Museo. Es ya casi mediodía y para nosotros ha llegado la hora de marcharse.

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